-Madre ¿podría concederme un capricho?
Doña Blanca miró a su hija Blanquita una joven pálida y ojerosa a causa de los desarreglos, cosa de la edad que ultimamente sufría. Ya lo decía Don José su médico de toda la vida:esas cosas se le pasarían cuando se casara.
-Sabes que no soy amiga de dar caprichos. Son una debilidad para era el espíritu.
-Lo sé madre, solo por hoy. Estoy un poco revuelta.
Blanquita, nerviosa, manoseaba el misal. Como acababan de salir de misa de la iglesia de San Ginés ambas lucían una hermosa mantilla, negra la madre, y blanca la hija, sobre su espesa melena castaña, que sabían llevar con la elegancia y el porte aprendido para su clase, esa clase media con pretensiones, puesto que don Gerardo había hecho su fortuna partiéndose el lomo como comerciante en artículos de mercería, empezando desde lo mas bajo. Había sido un muchacho avispado que supo aprovechar su oportunidad y gracias a eso se había hecho un nombre en el sector de la calle Pontejos por lo que su familia disfrutaba de ciertos privilegios, como vivir en un gran piso de la calle Mayor.
La verdad es que su pobre hija lucía hoy un aspecto peor que de costumbre.
-¿De que capricho se trata?
-Me gustaría tomar un chocolate con churros, madre.
-Sea-cedió. Al fin y al cabo doña Blanca era golosa como mostraba su físico cada vez mas rechoncho que se acercaba a la madurez.
Entraron por el callejón a la vuelta de la iglesia hasta llegar a la chocolatería, donde se sentaron a uno de los veladores con patas de metal y encimera de mármol alisando los pliegues de sus faldas de seda, malva la madre, verde manzana la hija.
-Que conste que he accedido por ti, a ver si así engordas un poco, hija, que te estás quedando en los huesos... así te lucirá un poco el vestido, con lo caro que me ha costado.
-Lo siento, madre.Soy consciente de los quebraderos de cabeza que le causo-aseguró la chica dejando escapar un suspiro.-No es mi intención.
De sobra sabía ella y solo ella, ni don José, ni mucho menos su madre, cual era la causa de su aflicción que causaba tan bajo estado de ánimo. Lo había descubierto en casa de su amiga Clarita, que vivía en un amplio piso de la Plaza de Oriente, cuando empezó a tratar a su familia.Desde luego no se trataba de envidia por los beneficios de que disfrutaba Clarita, que incluso tenía criados que la sirvieran, sino por la suerte de disfrutar de una familia tan poco convencional y tan diferente de la suya.
Cuando estaba con Clarita no tenía esa sensación de inutilidad, de no ser nadie, de que tus sentimientos y tus ideas no contaban para nada, cosas que le hicieron plantearse cual era el futuro que le esperaba, idea que no le resultó nada agradable. Esa y no otras eran las causas de su estado actual.
Mucho peor cuando sabía que doña Blanca empezaba a tantear posibles pretendientes entre sus conocidos, mientras que lo que a ella le apetecería hacer es lo mismo que su amiga: aprender inglés o estudiar algo nuevo y moderno.
Blanquita suspiró de nuevo.
-Perdón, madre.
-Anda que estás tu buena hoy, hija…
El camarero
depositó ante ellas dos
tazas llenas de espeso y humeante chocolate, además de una bandejita llena de crujientes
y calentitos churros que doña Blanca se apresuró a cubrir con azúcar glas
mientras Blanquita se quitaba los guantes de encaje y los depositaba con
cuidado sobre su misal y el rosario de plata. Luego cogió con delicadeza uno de
los churros y lo introdujo en el chocolate. Cuando estaba llevándoselo a la
boca miró hacia la barra y le vio. En ese momento fue consciente de que el
destino acaba de jugarle una mala pasada porque supo que acababa de conocer al
hombre de su vida, al padre de sus futuros hijos. El pensamiento tuvo la virtud
de cambiarle el color de la cara e incluso su actitud que se tornó segura, dentro de sus modestas posibilidades.
El causante había sido el caballero bien plantado, que acababa
de quitarse el sombrero
y que no se
parecía a ninguno de los que ella conocía. Iba bien trajeado aunque tuvo que
reconocer que su bien cortada chaqueta de "tweed" que le daba cierta distinción, parecía
algo baqueteada, así como la mochila de cuero que sujetaba sobre su hombro. No llevaba
corbata, sino un jersey por el que pudo ver asomar los picos del cuello de una
camisa cuando el joven se despojó de aquella especie de bufanda de tela de exótico
estampado que llevaba enrollada al mismo del modo mas bohemio.
-Hija, te has quedado como alelada.
La frase la volvió a la realidad y se dio cuenta de que el mozo la miraba e
incluso pareció sonreír. Bajó los ojos como corresponde a una joven decente,
masticando indiferente el exquisito churro y sintiéndose algo culpable por su
atrevimiento. “Ese joven es extranjero”, “americano o inglés, por ese cabello
rubio que luce
un poco mas largo de lo
que sería aconsejable”. Lo dedujo por que había conocido a algunos en casa de
Clarita. ”Tengo que hacer algo para que se acerque” decidió sorprendida de su
osadía mientras el mozo charlaba con el camarero. “Piensa algo, piensa Blanca,
piensa…”
Una cucharilla cayó al suelo con estrépito. Se inclinó un poco pero él había
sido más rápido y se había agachado ya junto a ella. Su rostro estaba a poca
distancia del suyo.
-Permítame.
De cerca Blanquita comprobó que sus ojos eran
inmensamente azules y no pudo evitar sentir
el deseo de zambullirse en ellos.
-Gracias, caballero.-interrumpió doña Blanca-Blanquita hija,. Mira que estás
patosa hoy…
Ni siquiera le dolió el comentario de su madre, al que estaba de sobras
acostumbrada.
-William Boyd-se presentó el joven-Para servirlas.
-Vaya, ¿es usted extranjero no?
-Vengo de los Estados Unidos de América.
-Señora de Ramírez de Soto, mi hija Blanquita-las presentó la señora-Habla
usted un castellano excelente.
A Blanquita le pareció que el tono de su madre se había tornado un poco
juguetón y pícaro y sintió celos.
-Gracias señora, lo he aprendido en Boston. Con su permiso.
-Lo tiene, joven.
El se sentó en la silla que quedaba libre junto al velador que ellas
ocupaban.
-¿Qué le trae por aquí?-reunió el coraje suficiente para preguntar la
jovencita.
-Asuntos de trabajo. Soy periodista. He pasado una larga temporada en Andalucía,
haciendo reportajes. Me quedaré unos días en Madrid, antes de regresar a mi país.
El camarero depositó una taza de chocolate delante del americano.
-Como verán he aceptado pronto las costumbres españolas.-les sonrió con una
sonrisa de dientes blancos y bien cuidados.
Blanquita reparó en que de vez en cuando escribía algo en un cuaderno que
había sacado del bolsillo, e interpretó que tomaba notas sobre alguna palabra o
expresión con las que no estaba familiarizado o quizás se tratase de notas para un reportaje, pensó
mientras jugueteaba inquieta con el bolsito sobre su falda. Sin saber como lo
hizo el joven depositó una nota sobre su mano, sus dedos se rozaron un
instante. Sin saber como consiguió mantener la calma y la sujetó escondiéndola
entre el bolso y su vestido. Doña Blanca no pareció percatarse de la atrevida
maniobra.
-Mamá ¿te parecería bien invitar a cenar al señor Boyd? Si no tiene otros
compromisos, claro.
-No los tengo. -Se apresuró a responder él.
Sería una descortesía decir que no cuando ya estaba hecha la invitación, así
que doña Blanca no tuvo más remedio que acceder.
-No haremos excesos. Simplemente una cena de diario. Sopa y quizás algo de
pescado. Conocerá a mi marido y a mi hijo mayor, Luisito. ¿A las ocho le parece
bien?
Blanquita no podía creer su suerte. Tendría otra oportunidad de tratar con
el apuesto americano.
-Allí estaré-aseguró levantándose. Había dejado limpia su taza de chocolate.
Señora, señorita, ruego me disculpen. Debo descansar del viaje.
Blanquita estaba fascinada. Se había evaporado su palidez, sus ojos
brillaban de emoción. Estaba deseando llegar a casa y leer la nota en la
intimidad de su habitación.
William Boyd, con el sombrero puesto y la mochila al hombro salía por la
puerta camino de la calle Arenal.