UNA
AMIGA MUY ESPECIAL
Madrid,
años 40
Vivo en
un Palacete pero no pertenezco a la nobleza, nada de eso, más bien todo lo
contrario. En realidad donde vivo es en la casita destinada a los guardases de
la finca. Yo soy su hija.
Estamos
aquí desde el final de la guerra porque a mi padre le concedieron el trabajo
como favor ya que es herido de guerra.
Como esto
son las afueras de Madrid el lugar, aunque muy bonito también es solitario y
aunque el tiempo se pasa ayudando a mis
padres en sus tareas y repasando mis lecciones junto a la lumbre mi vida
resulta un poco monótona. Envidio a las chicas de mi edad que veo van en
autobús al centro a divertirse. Yo no puedo hacerlo. Quizás si me empeñara un
poco podría conseguir el permiso, lo que no conseguiría es el dinero y, si me
lo dieran, sé que supondría un esfuerzo para mis modestos padres.
A veces
pienso que podría irme a Madrid a trabajar para ayudarle un poco, aun que fuera a servir en una casa pero soy su
única hija y ellos, aunque no lo digan, me necesitan aquí. Cuando lo dejo caer
así, de pasada, me dicen que lo que yo tengo es la cabeza llena de pájaros.
Como por aquí apenas vive nadie no tengo amigas. Por eso me puse muy contenta
cuando conocí a Dorita.
El
palacete donde vivo, bueno, donde trabajan mis padres perteneció a los duques
de Osuna y está rodeado por un precioso parque. La finca se llama El Capricho y
sigue siendo bonita a pesar de que aquí estuvo la Junta Central de la defensa
de Centro y cavaron túneles que se
utilizaron como búnqueres aunque está un poco descuidado. Mi padre hace lo que
puede. En el parque hay un laberinto como en el cuento de “Alicia en el país de
las maravillas” que es mi favorito, formado por setos de laurel. En invierno y
bajo la niebla da un poco de miedo, pero ahora es otoño y no da tanto, así que
cogí uno de mis libros y me fui a leer un rato por allí cerca hasta que
oscureciera sin que nadie me molestara. Bueno, en realidad, aquí no te molesta
nadie ni queriendo. Cuál no sería mi sorpresa cuando por allí, sentada en un
banco encontré a Dorita.
Dorita
me pareció muy guapa con aquel peinado de tirabuzones rubios recogidos con un
lazo y su vestido de puntillas. Se cubría los hombros con una capellina de piel
blanca y resultaba de lo más elegante, aunque tenía un no sé qué de antiguo.
-Hola,
soy Dorita-se presentó.
Al
principio no me gustó encontrarme con nadie. Acostumbrada a pasar todo el
tiempo sola me llevé un poco de susto
con lo inesperado del encuentro en un
lugar que consideraba que era mío aunque no lo fuera pero tenía una cara tan
simpática y actuaba con tal desparpajo que me cayó bien.
-Anda,
siéntate un rato conmigo-me ofreció
haciéndome sitio en el banco aunque había de sobra para las dos.
Aún
así, no sé por qué, pero sentí la obligación de obedecer.
-Nunca
antes te había visto por aquí-dije en un intento de entablar conversación.
-Hace
mucho que no vengo, aunque antes solía hacerlo a menudo. Hoy va a venir mucha
gente.
-No
tenía ni idea. Seguro que mi padre no sabe nada.
Dorita
empezó a hablar y a contarme cosas y sin darme cuenta pronto estuvimos las dos
sumidas en agradable conversación.
-Anda
ven, vamos a dar un paseo-ordenó con aquel tono suyo que a mí me sonaba porque
es el que suelen utilizar ciertas personas e clase alta.
Empezó
a andar y yo la seguí. Parecía conocer el lugar tan bien como yo. En el
palacete empezaron a encenderse luces y, de pronto, sin saber de dónde, apareció una calesa tirada por dos caballos
con su cochero y todo.
-¿Acaso
están rodado una película?-pregunté.
Dorita
se encogió de hombros.
-No
tengo idea de que sea una película-respondió extrañada.-Ni Siquiera sé lo que
es.
-Pues
eso que ponen en el cine. “Lo que el viento se llevó” y así.
Como su
nueva amiga continuara con cara de no entender, me olvidé del tema, y eso que
yo estaba ya un poco extrañada, pero en cuanto crucé el paseo siguiendo a
Dorita, me olvidé del coche. Subimos hasta el templete de Baco, con sus
columnas y la estatua del dios en el centro. Allí empezó a llegarnos el rumor
de voces y una música lejana.
Unos
niños pasaron corriendo a nuestro lado seguidos por el aya. Subimos hasta el
fuerte que hay sobre un pequeño lago y detrás, en la zona de los columpios
había más niños, con sus amas, unos en los balancines, otros con sus aros y
niñas saltando a la cuerda. Aquello empezaba a ser de lo más raro y no pude
menos que sorprenderme.
-No
tenía ni idea de que fuera a venir tanta gente.
-Ya
sabes cómo son estas fiestas-respondió Dorita, a quien todo parecía de lo más
normal. Incluso se detuvo a hacer carantoñas a un bebé que estaba en su
cochecito.-Y ahora, ya sé que vamos a hacer… vamos a subirnos a una barca.
-Pero
no tenemos permiso. Se enfadarán si nos ven.-protesté temerosa.
-Quita,
quita, que se van a enfadar. Tú eres mi amiga.
Conocía
el camino tan bien como yo, como si hubiera vivido allí toda la vida y no
parecía tener miedo a nada, así que nos dirigimos a la caseta del embarcadero.
A pesar de su vestido elegante subió con agilidad y me ayudó a subir a mí.
Luego empuñó los remos y bogó por la ría hasta el casino de baile. Es un
edificio pequeño junto al agua y en su base hay una catarata y la estatua con
la figura de un jabalí. Allí solían celebrarse los bailes de verano y al
parece, hoy también había uno del que yo no tenía noticias. La música crecía en
intensidad según nos acercábamos y tras las contraventanas, abiertas de par en
par, se podían ver las luces del salón de arriba y a los invitados pasándolo
muy bien. Me gustaba tanto lo que estaba viendo que no quise plantearme nada
más.
Dorita
detuvo la barca al pie de la escalera y saltó a tierra con agilidad.
-¿Estás
segura de que podemos entrar ahí?-pregunté. Mil veces me habían dicho que no se
debe hacer nada sin el debido permiso para ello.
-No te
apures. Nadie va a decir nada.
Un
criado con librea salió a nuestro encuentro. Entonces fue cuando me empecé a
sentir molesta de mi atuendo sencillo. De mi abrigo descolorido a pesar de
haber sido dado la vuelta, que tenía algún zurcido pretendidamente invisible
hecho por mi madre y que me estaba algo pequeño ya. Me avergoncé de no llevar
el calzado adecuado y de mi pelo algo desgreñado.
-Anda,
vamos. Tu vienes conmigo-mandó Dorita casi empujándome escaleras arriba.-Además
voy a presentarte a mi novio. Verás, es el chico más guapo de todos los aquí
presentes.
-No sé
si debería…-insistí. Desde luego nadie iba a querer conocerme con aquellas
pintas que llevaba.
Me
quedé boquiabierta al ver el salón en todo su esplendor. Nunca antes había
visto nada semejante más que en las películas. Jóvenes damiselas con vestidos
de seda y abanicos de marfil bailaban al son de la pequeña orquesta con
apuestos caballeros. Reconocí un famoso vals. Todo parecía de otra época. Me
quedé boquiabierta. Un suave codazo de Dorita me sacó de mi ensimismamiento.
-Abajo,
en el parterre han puesto unas mesas y seguro que hay pasteles. ¿Te apetece
tomar uno? También habrá helados y horchata.
¡Por
supuesto que me apetecía! Una chica se
acercó a nosotras y me miró. Creí morir del apuro. Sin embargo, me sonrió.
-Me
encanta tu vestido- me dijo.
¿Qué
vestido? ¿Cómo podía gustarle mi viejo abrigo? Se lo hubiera cambiado por el
suyo, de color verde claro en aquel mismo momento y sin dudar. Dorita no había
mentido. Las mesas estaban a rebosar de pasteles. Más de lo que yo había visto
en mi vida. Sin embargo me dio miedo. Si se enterasen mis padres de lo que
estaba haciendo me iba a caer encima una buena. “Seremos pobres, pero honrados.
Nunca se coge lo que no es de uno”. Y menos en un lugar al que no has sido
invitado, añadí yo.
-Anda,
anímate, ¿cual prefieres?
Alargué
la mano y cogí uno. Era de hojaldre suavísimo, relleno de crema y se deshacía
en la boca al modelo. El vaso estaba helado y la horchata que me sirvieron era
la mejor que había probado.
-¿Ves?
Aquel es…mi novio. No dirás que no es guapo.
No me
dio tiempo a dirigir la vista hacia donde Dorita me indicaba. De repente todo,
absolutamente todo, las mesas llenas de pasteles, los encantadores jóvenes bien
vestidos, la música, las luces del casino de baile y hasta Dorita. El parque
quedó de nuevo sin vida, como debería haber estado y yo me quedé allí, rodeada
por la oscuridad. Empecé a temblar muerta miedo. Me alejé de allí corriendo a riesgo de
tropezar y caerme en la oscuridad. Bajé pasando por delante de la ermita y
dejando la casa de la vieja que ahora me parecía la casa de una bruja, a la
derecha. Solo el conocer el camino perfectamente evitó que me cayera o me
perdiera. No me paré hasta llegar a casa.
Mi casa
estaba igual que siempre. Sólo entonces me sentí a salvo, no sé de qué, pero a
salvo, aunque aún creía tener el regustillo del pastel y la horchata en la
boca. Ni que decir tiene que nunca jamás volví a ver a Dorita después de aquel
día que, por cierto, era el 31 de octubre. Aún recuerdo la fecha, a pesar de
los años transcurridos y de conseguir una beca para estudiar he llegado a ser
una escritora famosa. Aún así no he perdido la esperanza y la llamo cuando
vuelvo de visita al parque de El Capricho; “Dorita, ¿estás por aquí?”, digo,
pero ella nunca responde.