Atacada por un súbito ataque de añoranza e hipoglucemia
me pongo a pensar lugares llenos de azúcar que marcaron mi infancia.
Recordé los barquillos que vendían los barquilleros de El
Retiro y que me compraban después de bajar de un viaje en el vapor por el
estanque, especialmente unos de color rosa que vete a saber que tendrían.
Mi abuela me llevaba a una cafetería llamada “ILSA Frigo”
justo a un lado de la iglesia de San José que parecía salida de la película
“American Graffiti” que no entonces no estaba ni en proyecto, con las camareras
luciendo sus gorritos de soldado y taburetes redondos tapizados de “skay” rojo
en la barra, donde yo me tomaba unas gigantescas tortitas con nata. Desparecieron
de repente, pero aún quedaban Manila y California, entre otras nacidas con la
moda de los nombres de lugares exóticos cuando poca gente viajaba. California
tenía unos brioches de pasas estilo francés, suaves y mantecosos.
También recuerdo los suizos con picos, los muñecos de azúcar
en forma de bebés, los botes redondos de chocolatinas Nestlé, y las pequeñas
cuadraditas con su papel de plata que traían un cromo.
Cuando nos vivimos a vivir aquí, dejando atrás las
exquisitas y elegantes pastelerías de Barcelona, recuerdo las enormes bandejas
de pasteles, de un tamaño mas que respetable, nada de esos bocaditos de hoy
día, de la pastelería “Laorden”, hoy desaparecida, en una bocacalle de la Plaza Mayor; los
bizcochos de Vergara, glaseados, y las rosquillas de Alcalá de la pastelería
“Hermanos Diez” de la calle Villanueva, en nuestro barrio.
Junto a mi colegio estaban las “Pastelerías Rodríguez”
lugar de paso casi obligado para muchas que atraía por su permanente olor a
bollo recién horneado y riquísimos por cierto, algo que aún hoy sucede a veces
en la calle Goya cuando pasas delante de “Italnova” o cerca de “Formentor” en
la calle Hermanos Miralles, donde fue a parar la que recuerdo en la plaza de
Chueca, que aún hoy conserva su esquinazo parecido a una casita campestre o
mejor, tipo massia mallorquina, convertida en un antrillo de cafés y copas. Lo
que aún conserva es el olor a ensaimada mallorquina, bien nevada por arriba y deshaciéndose
en la boca de pura grasa. Si te la comes rellena de crema tostadita por encima,
mi favorita, o rellena de nata, que no me gusta tanto, acompañada de la famosa
“leche Formentor” con limón y canela en la barra, ya es para morir de gusto. Otras especialidades
son las cocas y hojaldres rellenos de verdura que no se suelen encontrar por
estos lares.
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Pastelería del Pozo |
Mucha nostalgia, pero mi croissant francés, aún no ha
aparecido, así que me voy al centro, a esas pastelerías antiguas, las de techos
altos, con decoración en dorado y lámparas de cristal que están despareciendo
poco a poco, aunque quedan algunas, que deberían conservarse como oro en paño.
Evito los “Rodilla” aunque sus croissant son grandes y, si
tienes unas prisas te puede valer. También evito el supermercado de ciertos
grandes almacenes, en los que la bollería, la verdad, no está en absoluto a la
altura de su fama.
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Escaparate de La Mallorquina |
Salgo del metro en la Puerta del Sol, justo en la esquina
con la calle Mayor, donde, inamovible, me espera uno de mis establecimientos
favoritos: “La Mallorquina”, con sus dos entradas diminutas (hay que esperar
que salgan para entrar tú) por las que accedes a su no muy ancho, quizás porque
suele estar lleno de gente, pasillo entre dos mostradores llenos de empanadas,
bollos(vende miles de “napolitanas” al día), tartas, pastas de té, bombones,
reinas de nata, ponches de yema, merengues blancos y rosas como los de antes, modernos
“macarons” y mis favoritos: los pasteles rusos y las trufas de chocolate con
los que me suelo dar un homenaje. Los croissants están buenos aunque no son muy
grandes, ni tampoco se parecen a los franceses.
Siempre suele mostrar, al menos dos meses antes de la
fecha, establecida los roscones de Reyes, las torrijas, rosquillas, tontas y
listas, de San Isidro, los buñuelos y los huesos de santo.
Tiene una barra y un salón arriba y su decoración era
moderna allá por los años sesenta, el sitio típico lleno de viejos. Una pega:
cierra en Agosto pero sus precios son de lo mejorcito de Madrid.
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El Riojano |
Un poco más adelante, siguiendo por la calle Mayor se
encuentra un lugar para los nostálgicos de las pastelerías francesas o
vienesas. Sí, una de esas de techos altos, dorados y espejos, con salón de té
al fondo. La puerta y el escaparate son estrechos, incluso la pastelería en sí
es pequeña, pero eso no le impide, mostrar sus exquisiteces. Se llama “El Riojano”
y es de las de más solera. Precios son más altos que en “La mallorquina” pero
el lugar es de más lujo y su salón de té la mar de coqueto.
Volvemos nuestro pasos hacia la calle de la Cruz y de ahí
torcemos por un callejón con mala pinta
llamado calle del Pozo, donde encontramos la “Pastelería Del Pozo” también de
las antiguas con solera, famosa por sus planchas de hojaldre rellenas de crema
o cabello de ángel de las que, en época de fiestas, como Navidad por ejemplo,
vende tantas que la gente hace cola en la calle para comprarlas. Otra
especialidad es lo que llaman “torrijas”, que no son como las que se toman por
Semana Santa, sino unos dulces pequeños parecidos a los bizcochos borrachos. Un
bocado delicioso. Es pequeña y dentro tiene adornos de madera y mostrador de
mármol. Normal de precio.
Menos conocidas son el “Horno de la Santiaguesa” (final
de la calle Mayor), el de “San Onofre”, y los varios establecimientos de Viena
Capellanes, mas de andar por casa y tomarte algo si te pica la gusa. Los establecimientos tiene pinta de antiguos
bien conservados, con espejos y tal, sus sándwiches son variados y bueno, tiene
un pasar.
En la carrera de San Jerónimo se encuentra otra pastelería
de renombre: “Casa Mira”, con su torre giratoria llena de dulcerío variado en
el escaparate, tiene fama por sus turrones artesanos, en grandes barra que hay
que ir cortando al peso, cuando llega Navidad.
Casi en la puerta del Sol está “L’ HARDY”, más
restaurante y “delicatessen” que pastelería en sí, famosa por sus calditos
calientes y el cocido de su restaurante.
En mi barrio hay varias pastelerías buenas y a buen
precio, y supongo que en otros barrios también aunque no sean de las que me
gustan y me hacen acordarme de la tienda en que trabaja la Columeta de “La plaza del
diamant”, (una, en la calle Orellana se fue para siempre y otra, en Fernando
Sexto “La Duquesita”,
perdura en una calle rara (Fernando VI) donde se mezcla lo antiguo con lo
moderno, representado por la nueva “Mamá Framboise” , que tira mas al estilo
neoyorkino, Le pain Quotidinne, y otros que van de provenzales.
(Continuará)