La visita del hada Campanita a la Villa y Corte
Cuento
EL hada Campanita se aburría y, harta de estar sentada
sobre el borde de un farol, con el ceño fruncido y los brazos cruzados mientras
balanceaba sus zapatillas con pompón, tuvo la feliz idea de abandonar por un
rato el país de Nunca Jamás y bajar Madrid, ciudad de la que había oído hablar;
que si las calles están llena de gente todas horas, que si los bares de tapas,
que si el buen tiempo, así que decidió hacer un poco de turismo. Se plantó
delante de un espejo, atusó su moño, alisó su faldita verde que ajustó un poco
más a su diminuto trasero y estuvo lista para emprender su aventura.
Su llegada a la ciudad coincidió con esa hora mágica en
la que, una vez el camión de la basura ha dejado de hacer ruido, los
trasnochadores se han ido por fin a dormir y los madrugadores se quedan un
momento más pegados a las sábanas. Encaramada en lo alto del edificio de
telefónica observó las calles que se desplegaban ante ella marcadas por
lucecitas bajo un cielo aún de auténtico color azul noche y sin estrellas.
Mientras, el carro de Cibeles se deslizaba sigilosamente
Paseo del Prado abajo hasta Neptuno para su acostumbrado encuentro amoroso
mientras la Minerva sobre el edificio del Círculo de Bellas Artes sacudía la
polución de su peplum.
Campanita, indecisa, no sabía por donde empezar su
periplo. El centro de la ciudad debía ser aquello tan iluminado. Sacudió las
alas y se encaminó hacia aquel lugar que resultó ser un palacio y, metiéndose
por una calleja, algo llamó su atención: un hombre apalancado junto a una valla
no separaba la vista de lo que había allí abajo, que cuando ella también se
acercó a mirar, un hada es curiosa por naturaleza, resultó no ser mas que unas
piedras amontonadas, sin embargo eso le permitió escuchar la queja del hombre.
-Este mes se me acaba el paro y daría cualquier cosa por
un trabajo de lo que sea.
Algo se quebró en el corazoncito bello y diminuto del hada,
no siempre generoso y, a pesar de que desconocía lo que era un trabajo, algo
que en Nunca Jamás no existe, decidió que había algo que sí podía hacer.
Sacudiendo sus alas sobre un papel del suelo y lanzando un poco de su polvo mágico
sobre él lo convirtió en un billete de 100 euros que lanzó con un soplo hacia
el hombre.
-Caramba, que suerte la mía-exclamó -Al menos con esto
comeremos unos días.
Satisfecha consigo misma siguió un camino cualquiera por
la ciudad hasta una plaza donde un barrendero barría sin cesar los desperdicios
urbanos consistentes en su mayor parte por los plásticos varios dejados tras un
botellón. El hada se aproximó a él y le escuchó murmurar.
-Aún me queda un rato para terminar la faena y creo que
estoy cogiendo la gripe…
Extrañada de su arrebato, el segundo que sentía en una
noche, se paseó soplando por la plaza hasta que los restos aún sin recoger
quedaron amontonados en un solo lugar. La gente de Madrid parecía ejercer un
extraño poder sobre ella.
Una repentina ráfaga de viento la desvió un poco conduciéndola
hacia un lugar oscuro. La luna asomó justo en ese momento y pudo distinguir lo
que parecía un parque con un estanque en el centro donde unas sirenas tenían
una fiesta. Tocaban instrumentos y reían acompañadas por niños, tortugas y
tritones.
Si hay alguien a quien Campanita detesta es a las sirenas,
a las que tiene por unas presumidas sin remedio y porque tienen siempre un
especial interés en salpicarla.
-¿Quién eres?-preguntaron solícitas.
De todos es sabido que Campanita se llama precisamente
así porque su lenguaje consiste en una serie de tintineos.
-Soy Campanita, y vengo de Nunca Jamás.
Mira por donde, ellas la entendieron.
-Bienvenida. Este lugar se llama El Retiro, y ese señor
que ves ahí, en su caballo subido en una columna es el rey Alfonso XII. Anda,
puedes unirte a la fiesta si quieres.
Justo en ese momento el caballo decidió hacer una
necesidad, algo que causó la risa de todos los presentes. Desde luego estas
sirenas eran mas simpáticas que las que ella conocía. Descansó un poco y bebió
agua antes de reemprender su ruta hacia el lugar que las sirenas le
recomendaron, llamado “Malasaña”, cuyo camino le indicaron.
Siguiendo las indicaciones arribó a un lugar, llamado Paseo
de Recoletos, donde un niño y una niña leían un libro. Sin dudarlo un instante,
se plantó encima de la página por la que estaba abierto.
-Mira, es Campanita- dijo la niña.
El niño la quiso coger, menos mal que reaccionó a tiempo
y salió volando.
“¡Condenados críos!”,
pensó. Después de las sirenas, el hada detestaba a los Niños Perdidos de Nunca
Jamás y, por extensión, tampoco le agradaban los demás.
Cruzó el paseo y se topo con un viejecito de luengas
barbas y gafas redondas que, manos a la espalda, encaminaba sus pasos hacia un
lugar llamado “Café Gijón”, hasta donde le siguió. Cuado el viejecito entró
ella miró por los amplios ventanales, pero aquello no era, ni con mucho, una
fiesta como la de las sirenas. Allí todos eran viejos que saludaron al hombre llamándole
“Don Ramón”, y se enteró de que los otros eran un tal don Benito, don Pío y don
José. Desde luego, el ambiente no era muy apetecible por lo que decidió echar a
volar de nuevo hacia una plaza en la que desembocaba el paseo.
El destello de un espejo sobre el que incidió un rayo de
luna la condujo hasta una “hermosa” mujer, esto es, con algunos kilos de más, tumbada casi en el suelo que lo tenía entre
sus manos aunque no se miraba en él y cuya postura resaltaba sus orondas nalgas.
-¿Quién eres, pequeñaja?-preguntó.
El hada tintineó su nombre de nuevo, pero esta mujer no
la entendió, o no quiso entenderla. A Campanita le cayó gorda.
-Si eres una avispa ya puedes largarte de aquí- la instó.
Ni se te ocurra mancillar mi bronceada piel, alisada por el señor Botero.
-Pues claro que me voy, vaca presumida- tintineó, al
tiempo que, enfadada, le dio un puñetazo en la nariz que para la mujer no fue
más que un picotazo.
El hombre con melena subido en un pedestal con una
bandera en la mano le guiñó un ojo, como diciéndole “bien hecho”.
“Esta zona si que está llena de gente, “debe ser el sitio
de la famosa “movida” pensó el hada puesto que por allí también había una mujer
semidesnuda que parecía gritar asustada, y una chica con vestido raro sentada
sobre unos escalones.
Siguió volando conforme a las indicaciones dadas por las
sirenas hasta que llego a una placita
con una iglesia, delante de la cual una jovencita portando una mochila y
cargada con una gran carpeta, andaba ensimismada sin moverse del sitio.
Fijándose bien se dio cuenta de que llevaba algo metido en las orejas con unos
cables hasta su bolsillo y esa era la causa de no se enterase de nada de lo que
ocurría a su alrededor; bien poco, a esas horas de la noche.
Campanita empezaba a cansarse y siguió calle abajo
pensando en regresar hasta que se encontró a otra chica recostada contra una
pared de ladrillo. Esta lloraba, por lo que Campanita supuso sus males eran
males de amores pero la verdad, ya había sido demasiado buena por esta noche y
no le apetecía quedarse a averiguarlo. Cansada, se sentó en el bordillo. Las
tripas le rugían de hambre y empezaba a sentir sueño. Madrid parecía estar lleno de gente rara de
piedra o de bronce, reflexionó bostezando. Miró al cielo y al ver brillar la
estrella del país de Nunca Jamás sintió unas ganas irreprimibles de regresar a
casa. Ya tenía bastante de Madrid. Se levantó, sacudió sus alas transparentes
y, de un brinco, tomó impulso y se dirigió disparada hacia su casa.
El viaje de Campanita había durado ¿cuánto?... ¿Una hora?
¿Un minuto? Quizás tan solo un segundo, pero había coincidido con esa hora
mágica en la que la Estatua de la Libertad en Nueva York da lametones a su
antorcha convertida en helado de cucurucho, el Cristo en lo alto del Corcovado
baja las manos y se masajea los hombros. La misma en la que un dorado Johan
Strauss toca “El Danubio Azul” en un parque de Viena y la pirámide Gizeh
bosteza estirando las patas.